Nuestra Congregación
La Congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y de María es una Congregación de origen francés, con más de 200 años de servicio a la Iglesia, Pueblo de Dios. Eran tiempos difíciles en Francia, previos a la gran Revolución francesa, y en medio del drama propio del terror vivido, dos jóvenes, Pedro Coudrin y Enriqueta Aymer, asumen el reto de amar y reparar los daños perpetuados al Amor divino en las personas de su entorno. Una noche de Navidad, la de 1800, ambos profesan sus votos religiosos dando así inicio a la Congregación que ahora se encuentra presente en los cinco continentes. La historia de la Congregación está marcada por el caminar de quienes han sido testigos del Amor desde el carisma de nuestra familia religiosa. Muchos hermanos de los Sagrados Corazones han sido grandes misioneros, uno de ellos ha sido Damián de Molokai que en 1889 entregaba su vida a la causa de los más desposeídos y despreciados de su época: los leprosos; y en América, Eustaquio van Lieshout será un predicador de la salud y de la paz en Brasil hasta 1943 en que es llamado por el Padre. La Congregación de los Sagrados Corazones es heredera de su historia que se prolonga en las diferentes partes del mundo donde buscamos contemplar, vivir y anunciar el amor de Dios encarnado en Jesucristo.).
Carisma
- 1. El amor de Dios encarnado en Jesús
- 2. Los corazones de Jesús y de María
- 3. La obra reparadora de Jesús
- 4. La centralidad de la Eucaristía
- 5. La misión solidaria con los pobres
- 6. La sencillez y el espíritu de familia
- 7. Una sola familia religiosa en el mundo
Pierre Coudrín
Pedro Coudrin, nace el 1 de marzo de 1768 en Coussay les Bois, un pequeño pueblo de Francia, cercano a la ciudad de Poitiers. Sus padres son labradores. De ellos recibe una educación de inspiración cristiana. La completa en el trato con un tío sacerdote El abad Rion, que trabaja pastoralmente en un pueblo
próximo. Le preparó para la primera comunión y con él pasaba tiempos de vacaciones en sus primeros años de estudios. De 1781 al verano de 1785 hace lo que podríamos llamar los estudios secundarios en Chatelleraut. Con 17 años ingresa en la Universidad de Poitiers, una ciudad entonces de unos 30.000 habitantes. En uno de los colegios de la Universidad sigue durante dos años los estudios de Filosofía, mientras vive en una pensión con la modesta familia de un carpintero. En 1787, completada la Filosofía, comienza los estudios de Teología. Dado que sus padres atraviesan una situación económica muy precaria busca un trabajo, sin dejar los estudios. En 1788 actúa como preceptor de los hijos del abogado F. Chocquin. Conquista su confianza e incluso, en ausencia del matrimonio, cuida, además, de los hijos, la casa y la administración de las tierras. En 1789 (año del comienzo de la Revolución francesa) entra en el Seminario para prepararse a las órdenes. Allí va a permanecer sólo dos años, ya que los que lo dirigen, los lazaristas, lo abandonan en agosto de 1791 al rehusar el juramento constitucional. Así se completan seis años (de los 17 a los 23) de vida universitaria y de seminario en Poitiers, ricos en experiencias, en crecimiento personal, en relaciones y amistades. No deja de llamar la atención el momento en que el Buen Padre entra en el seminario: justamente cuando se avecinan los peores tiempos para la Iglesia, cuando comienza la Revolución, que enseguida tendría amplia derivación religiosa. En 1790 se ordena subdiácono y predica por primera vez en su pueblo, Coussay les Bois. En diciembre, se ordenará de diácono. Es el año en que la Asamblea Constituyente vota y aprueba la Constitución civil del clero; hay que jurarla, o exponerse al destierro. Ya de diácono ayuda al párroco de su pueblo a difundir los documentos del Papa. Ambos son denunciados, y tiene que huir a un pueblo cercano. En realidad, la situación es tal que los estudios (ha completado ya hasta cuarto de Teología) van a interrumpirse para el Buen Padre. En el verano de 1791, se pone en contacto con los Vicarios dejados por el obispo legítimo de Poitiers. Desde el conocimiento que tienen de él, le dan un documento autorizándole a hacerse ordenar sacerdote por cualquier obispo en comunión con el Papa. Coudrin, con plena conciencia de la situación que está viviendo la Iglesia en Francia y concretamente en Poitiers, decide su ordenación sacerdotal. Viaja a París, donde tiene noticia de que hay un obispo oculto en el Seminario de los irlandeses. Recibe el orden sacerdotal, de manera secreta, el 4 de marzo de 1792. Inmediatamente vuelve a Coussay. El 3 de abril asiste como testigo al matrimonio de su hermano, y firma: “Pedro Coudrin, sacerdote”. El 8 de abril, día de Pascua, es su primera misa en su pueblo natal. Al final, por encargo del alcalde, debe anunciar que próximamente tomará posesión, el nuevo párroco constitucional. El Buen Padre lo anuncia, pero con un comentario desafiante para la autoridad civil. Consecuencia: él y el párroco legítimo tienen que huir del pueblo ese mismo día para ponerse a salvo. Así entramos en un período en que el curso de los acontecimientos impone al Buen Padre el entrar en la clandestinidad. Una situación que va a durar en cierta medida varios años, pero que no va a impedir una actividad apostólica intensa. Es donde va a apreciarse la audacia, el riesgo y la confianza plena en la Providencia como rasgos notables de la personalidad del Buen Padre. Esta situación de retiro obligado le lleva a la granja del castillo de la Motte d’Usseau, un pueblo cercano, en el que el granjero es un primo suyo, Maumain, y los propietarios del castillo, unos conocidos. Al principio, se dejaba ver por el pueblo. Por razones de seguridad, una noche salen a caballo él y su primo, fingiendo que se van; luego, aprovechando la oscuridad, vuelven sin ser vistos. El Buen Padre inicia así, en el granero de la granja, un retiro que va a durar cinco meses. Cinco meses de honda experiencia de Dios en la oración, de larga reflexión al hilo de la lectura de la historia de la Iglesia y las noticias parciales que a través de su primo le van llegando de cómo discurren los acontecimientos revolucionarios. Estamos en 1792. Su espíritu en este tiempo se mantiene sereno. La vida de fe ocupa la totalidad de su existencia. En este contexto, cuando ya lleva varios meses encerrado, tiene lugar la llamada “visión” donde por primera vez toma conciencia de que el futuro le depara el papel de poner en marcha una nueva comunidad de misioneros, hombres y mujeres. Lo describió así: “Un día, vuelto a mi granero, después de haber dicho la misa, me arrodillé, junto al corporal en que yo creía tener siempre el Santísimo Sacramento. Vi entonces lo que somos ahora. Me pareció que estábamos varios reunidos; formábamos un grupo grande de misioneros que debía llevar el Evangelio a todas partes. Mientras pensaba, pues, en esta sociedad de misioneros, me vino también la idea de una sociedad de mujeres (..) Yo me decía (..), habrá una sociedad de mujeres piadosas que cuidarán de nuestros asuntos mientras nosotros estemos en misión (..) “. Es una idea que aparece en el Buen Padre como de golpe, en un momento de oración: como un designio de Dios sobre su persona. Tiene sólo 24 años entonces. Será algo que modificará notablemente los horizontes de su vida. De temperamento marcadamente activo, va a nacer en él una gran impaciencia por actuar, a pesar de las circunstancias adversas. El 20 de octubre decide salir. Mientras lee lo que le ocurrió a San Caprasio en tiempo de las persecuciones, que estando escondido ve cómo confiesa su fe en el martirio de una joven muchacha y se decide a salir, así el P. Coudrin, al pie de una encina entrega a Dios su vida y se dispone a abordar cualquier peligro, hasta la muerte, para ponerse al servicio de la obra de Dios: “Cuando salí refiere siempre él mismo me prosterné al pie de una encina que había no lejos de la casa, y entregué mi vida. Porque me había hecho sacerdote con la intención de sufrirlo todo, de sacrificarme por Dios y morir si fuera necesario por su servicio. Sin embargo, tenía un cierto presentimiento de que me salvaría”. Camina hacia Poitiers, por senderos poco frecuentados. Llega a ponerse en contactos con sacerdotes no juramentados y con las autoridades diocesanas legitimas. Va conociendo con más realismo la situación religiosa de Poitiers en ese momento, cada vez más dificil y peligrosa para quienes como el Buen Padre quieren, a pesar de todo, ejercer el ministerio clandestino. Pero él no se acobarda, no se detiene en su actividad. Pocos hubo con la audacia de él, en la brecha de los sitios e iniciativas más arriesgadas. En la primavera de 1793 es cuando hay que situar el conocido episodio del Hospital de los Incurables. Allí es sorprendido en una inspección que hacen los revolucionarios, y escapa sustituyendo a un vagabundo sin nombre, apodado “Marche a terre” (andatierra), cuyo cadáver ha sido retirado un poco antes. El P. Juan Vicente González ss.cc. hace este retrato de esta época: “Las aventuras de Marche a terre durante el Terror son las de un héroe de la resistencia religiosa al cisma y a la transformación de la Iglesia en un mero rodaje del Estado. Se pone al servicio incondicional de los fieles ortodoxos, en esos momentos escan¬dalizados por las defecciones del clero, y al servicio de las autoridades diocesanas de la Iglesia clandestina, que tenían una misión tan difícil de cumplir. Está siempre disponible para consolar a los moribundos y a los prisioneros, para predicar, para confesar. “ Dirige poco menos de mil personas en la ciudad, y confiesa a casi todos los sacerdotes”. Y en medio de toda esta actividad, intensa y arriesgada, no se olvida de su destino de fundador de una comunidad, intuido en el retiro de la Motte. Da los primeros pasos de esa fundación. Justamente en ese 1793 podría decirse que comenzó a existir la Congregación de los SS.CC., en cierto sentido. En efecto, el campo de la dirección espiritual y la confesión, le ofreció la posibilidad de contactar con jóvenes de ambos sexos a los que el Espíritu llamaba a una entrega total. El Buen Padre se preocupó de cultivar y animar a una generosa respuesta a esa llamada. En abril de 1794, al refugiarse en casa de una de las dirigidas, toma contacto con el lugar donde se reúne un grupo, la llamada entonces Asociación del Sagrado Corazón. Poco después, él mismo con otros sacerdotes creará la Sociedad del Sagrado Corazón de sacerdotes. Uno y otro grupo no se inscriben en el origen directo de la “nueva comunidad”, pero algo tienen que ver con su origen. En 1795 va a tomar contacto con la Asociación del SC una joven de 27 años, Enriqueta Aymer. Había brillado años anteriores en los ambientes frívolos de la ciudad. Con la Revolución, ella y su madre son encarceladas por ocultar en su casa a sacerdotes refractarios. Once meses de cárcel, de la que saldrá viendo la vida con una luz diferente. Allí tuvo lugar lo que llamará “su conversión”. Busca un guía y lo va a encontrar en el Buen Padre, a quien tomó como confesor. Aceptada, no sin dificultades al principio, en la Asociación, va a darse pronto una polarización en torno a su persona de parte de algunas del grupo, debido a su personalidad y a su rico mundo interior. El Buen Padre dirige a muchas de las componentes que forman ese grupo al interior de la Asociación que se llamó de las solitarias. Cuando queda algo más libre de sus cargos pastorales, al ser la situación menos dura para la Iglesia tras la muerte de Robespierre, el Buen Padre incrementa el tiempo dedicado a hacer progresar el proyecto que se está gestando de una nueva comunidad. Por marzo de este año tiene lugar una conversación entre el P. Coudrin y Enriqueta Aymer donde parece formularse por primera vez la decisión práctica de fundar, la resolución de comprar una casa y el comienzo de un tipo de vida religiosa a partir del grupo de las Solitarias. En agosto el grupo de las solitarias hace “resoluciones” en ese sentido y se viste el hábito. Ahí se encierra ya todo lo que se desarrollará más tarde. Paralelamente, el P. Coudrin se preocupaba de formar la rama masculina, después de unos primeros tanteos sin éxito. Llevaba dos jóvenes consigo en sus tareas apostólicas y colaboraban con él; así les iba formando. En 1799 el Buen Padre y la Buena Madre deciden acelerar los tiempos de su independencia y libertad para manejarse como un grupo reconocido por la Iglesia. En junio obtienen una aprobación diocesana provisional. En octubre de 1800 hace los primeros votos la Buena Madre con cuatro compañeras más. En Nochebuena del 1800 hace los primeros votos el Buen Padre junto con los perpetuos de la Buena Madre. Es la fecha que suele considerarse como de nacimiento de la Congregación. El Buen Padre será el Superior de la nueva Comunidad. La Congregación va a seguir en la más rigurosa clandestinidad durante el período de la dominación napoleónica. Hasta 1817 no se recibirá la aprobación de Roma. Ello no impedirá sin embargo su desarrollo y crecimiento en miembros y en expansión geográfica. La confianza de los Obispos (Mende, Cahors, Seez…) va a facilitar diversas fundaciones de hermanos y hermanas. El Buen Padre ejerce de Vicario General en varias diócesis sucesivamente. Los hermanos son encargados de la dirección y enseñanza en seminarios, se ponen en marcha escuelas que serán las que surten de vocaciones. Con todo, son tiempos de continuos altibajos político-religiosos, a nivel del conjunto de Francia y en los lugares concretos en donde la nueva comunidad y el Buen Padre se hacen presentes. Las propias dificultades que experimentan las relaciones de la Congregación con las autoridades de la Iglesia (por ejemplo, en París) van a llevar a desarrollar otros ministerios como las misiones populares, y cuando la labor educativa se hace más difícil por las trabas legislativas a aceptar el trabajar en las misiones más lejanas. Al mismo tiempo, y tras la aprobación de la Congregación por Roma, el Buen Padre atiende a las tareas de completar la institucionalización de la nueva comunidad: Los capítulos generales de 1819 y 1824 para completar las Constituciones. Así, en lo que resta de la vida del Buen Padre, tiene lugar el máximo crecimiento numérico y la mayor expansión geográfica. Especialmente notable es el número y calidad de aquellos que son destinados a las misiones extranjeras, sobre todo de algunos archipiélagos de Oceanía (Hawai, Gambier…). El Buen Padre y la Buena Madre van caminando hacia el final de sus días, tras haber desarrollado una intensa actividad. La Buena Madre muere el 23 de noviembre de 1834. El Buen Padre abandona poco antes sus cargos pastorales (por entonces era Vicario general en Rouen) y vuelve a Picpus, la casa central de París. Con una salud endeble, sigue gobernando la Comunidad. El lunes de pascua de 1837, el 27 de marzo, muere en París. Sus últimas palabras tienen resonancia misionera: “Valparaíso… Gambier…”.
Enriqueta Aymer
Basta acercarse a los hechos referentes a la época de la fundación de la Congregación (1792 1840) para caer en la cuenta de la importancia decisiva que en ella tuvo la presencia, la personalidad y la acción de Enriqueta Aymer, que en la Congregación que fundó es llamada simplemente “La Buena Madre”.
A continuación nos vamos a referir sobre todo al período de su vida que culmina en la noche de Navidad de 1800, en la que situamos el nacimiento de la Congregación de los Sagrados Corazones.
Hay que recordar, sin embargo, que desde que Enriqueta Aymer se puso en contacto con el grupo dirigido por el P. Coudrin, en abril de 1975, a los 28 años de edad, hasta su ataque de parálisis que sufre el 4 de octubre de 1829, recién cumplidos los 62 – es apenas creíble todo lo que fue capaz de realizar. Fundó 17 casas que le costaron largos y pesados viajes por más de diez departamentos en toda Francia, recibió más o menos 900 hermanas a la profesión religiosa y gobernó la Casa de Picpus (llamada así por la calle de París, en la que estaba) ocupándose de todo lo material de la vecina casa de los Hermanos, que era en su conjunto todo un mundo, varios centenares entre hermanos y hermanas.
Enriqueta Aymer de la Chevalerie nació el 11 de agosto de 1767 en el castillo de La Chevalerie, en la localidad de Saint Georges de Noisné, no lejos de la ciudad de Poitiers. Era la segunda de tres hijos de L. R. Aymer, Señor de la Chevalerie. Sus dos hermanos siguieron uno la carrera de las armas y el otro los negocios. Vivió la infancia feliz, de niña única entre dos hermanos varones y dentro de un medio familiar unido y cálido.
Su padre murió en 1777, cuando la niña tenía 11 años. Enriqueta se convierte entonces mucho más en apoyo para su madre. Quiso dar a su hija la mejor formación posible y la puso por algunos años en el internado de la Santa Cruz, que las benedictinas de Poitiers habían logrado siem¬pre conservar a la altura del prestigio derivado de ser una fundación de Santa Radegundis, Reina de Francia (520 587). Era la preparación para la vida de relaciones sociales, brillante y superficial, a la que parecía destinada. Enriqueta tenía una bonita figura, un rostro vivo y una mirada pe¬netrante, junto a una conversación salpicada de ocurrencias y finura. Eso la convertía en un foco de atracción en las tertulias de la nobleza de Poitiers. Su gran fuerza fue siempre su encanto personal.
Pero estaba en ese mundo más entretenida que entregada. Acude a las fiestas más que nada por dar gusto a su madre. Ésta no quería perder ninguna oportunidad de dar más realce a su hija; la hizo nombrar Canonesa de la Orden de Malta, lo que traía consigo el título de Condesa. Vive pues estos años en un ambiente social, que ignora o prefiere no saber de las dificultades y los cambios que están viviendo ya otros sectores de la sociedad. El ocaso de la sociedad feudal tradicional ya había comenzado. El 14 de julio el pueblo de París había tomado la Bastilla.
Con 22 años de edad entonces, Enriqueta y su madre podían ser calificadas de frívolas y de mundanas, como toda la gente de su clase en esa época. Pero al llegar la Revolución van a manifestar una fibra moral, cuya existencia nadie sospechaba debajo de esa primera impresión. En los años 1792 y 1793 no dudaron en acoger en su casa a sacerdotes que se negaron a hacer el juramento constitucional, a pesar de ser ya por su posición social muy vulnerables en esa nueva situación que se abre entonces. Sus dos hermanos han tenido que emigrar fuera. Una empleada del vecindario les delata y madre e hija son llevadas a la cárcel de las Hospitalarias, en la ciudad de Poitiers, el 22 de octubre de 1793, tras irrumpir la Guardia Nacional en su casa de la Chevalerie.
Se abre un tiempo de angustia y de justificados temores: ser llevado a la guillotina era siempre probable en aquellos trágicos tiempos del Terror, aunque en Poitiers no sucedió nunca lo que en París y a lo largo de todo el tiempo de la Revolución fueron decapitadas poco más de treinta personas. Madre e hija no salieron de la cárcel sino después de la muerte de Robespierre (27 de julio de 1794) y una vez llegados al Poitou los efectos del cambio político.
La permanencia en la prisión fue de casi un año y para Enriqueta fue una experiencia muy intensa. Es fácil imaginar que esos meses de reclusión no fueron agradables. Los conventos de antaño, con¬vertidos en cárceles y atestados de gente, no ofrecían las mínimas condiciones higiénicas, ni las comodidades más elementales. La gente encarcelada en las Hospitalarias estaba formada por personas de la nobleza, que se las arreglaban para pasar el tiempo en algo semejante a las tertulias de sus salones. La Marquesa Aymer seguía esos aires, pero su hija no la acompañaba. Había sufrido un vuelco demasiado grande en su interior y no tenía ya tiempo que perder el tiempo en eso. La experiencia vivida en esas duras condiciones de la cárcel posibilita en Enriqueta el encuentro consigo misma y con Dios. En esos meses aflorará algo que estaba adormecido, su gran capacidad de interiorización, de profundidad.
“Pasaba gran parte de sus días y sus noches-dice su íntima amiga y colaboradora luego en la fundación de la Congregación, Gabriel de la Barre trabajando con sus manos para obtener con su producto lo necesario para una mejor alimentación de su madre”, de la que se había convertido ya en su sirvienta. La caridad fue la primera sensibilidad que se despertó en ella. Comenzó por su madre y siguió por los más necesitados. No visita¬ba a nadie, pero había en la prisión una señora que por sus ideas revolucionarias era rechazada por todos. Ella la iba a ver y la acompañaba. Luego se la juzgó y salió en libertad. No olvidó ese gesto de aquella joven y obtuvo del jefe revolucionario que escondiera el expediente, de manera que las Aymer no fueron nunca juzgadas. Cuidó también como enfermera a los hijos del carcelero especialmente a la niña y se ganó, aún sin pretenderlo, su simpatía.
En el curso del trágico 93 o a comienzos del 94 hubo un momento en que se corrió la noticia de que se haría una matanza indiscriminada de prisioneros. Algunos sacerdotes refractarios vivían clandestinamente en Poitiers y como Pedro Coudrin saltaban los muros de las cárceles para confesar a los prisioneros. Enriqueta hizo con esa ocasión su confesión general. Ese fue un paso importante en su acercamiento a Dios, aunque más tarde dirá que no significó todavía ese cambio profundo que ella llamará su conversión. “Si me confieso dirá mas tarde será con la decisión de no negar nada a Dios en adelante”.
Así pasaron días y meses hasta que el 11 de septiembre de 1794 se abrieron para las Aymer las puertas de la cárcel y pudieron regresar a su casa de la calle “des Hautes Treilles” en la parte alta de la ciudad.
Enriqueta era otra persona. Había muerto definitivamente la joven de vida fácil y superficial. Tenía 28 años pero ya no miraba hacia la vida social de los salones y consumía su tiempo entre el servicio de su madre y la oración: “ … pedía a Dios que le diera a conocer al guía que le destinaba”.
En noviembre de 1794, después de averiguar qué sacerdote podría dirigirla, le dieron varios nombres y entre ellos el del P. Coudrin. Al oírlo en una misa que él decía, ella que andaba angustiada por su método de oración, encontró la paz: “No me equivoco, se dijo; ya que él predica como yo rezo”. Desde entonces comenzó a confesarse con el P. Coudrin.
En los primeros meses de 1795, pidió ser admitida en la Asociación del Sagrado Corazón.
Pedro Coudrin tenía entonces 27 años. Hombre de acción y de decisión rápida y generosa, había encontrado en el campo de la dirección espiritual a muchas personas a las que Dios iba llevando a una comunión con él, y que podrían en el futuro realizar sus sueños de La Motte de fundar una familia religiosa. El las conducía a la Asociación del Sagrado Corazón, que en un principio creía que podría ser lo que Dios le había hecho vislumbrar.
Al principio fue rechazada la petición de Enriqueta. Tenía fama de persona mundana y su conversión había pasado inadvertida. Al fin, en marzo del mismo 1795 fue admitida como externa. En una nota escrita en enero de 1803, apenas ocho años después, da testimonio de lo decisivo que fue para ella ese momento, en que el P. Coudrin le asignó una hora para su Adoración: “Cuando Ud. estableció la Adoración y me asignó una hora, sin saberlo, fijó mi destino”. Allí completó su primera conversión, al mismo tiempo que encontró la línea de su definitiva vocación. No aspiraba a otra cosa que a un ambiente de oración y a la posibilidad de pasar el día ante el Sagrario. Enseguida sintió que ése era su lugar. Cualquier sueño de fundación o de acción le era en ese momento enteramente ajeno; tampoco pretendía relacionarse con nadie.
Con todo, su presencia no pasó inadvertida para cuantos frecuentaban aquella casa de la Sociedad del Sagrado Corazón. Su silencio llamaba de modo particular la atención. Siempre estaba allí, ante el Sagrario disimulado en el muro, con alguna costura entre manos y el espíritu como ausente y sin hablar con nadie. Es aquí donde, después de la experiencia de “desierto” vivida en la cárcel, se abre paso para Enriqueta otra fuente de inspiración decisiva, la contemplación.
Sin que ella misma lo pretendiera, se iba produciendo dentro de la Asociación una polarización en torno a su persona. Un grupo de jóvenes deseaba llevar una vida como la suya y quería ser conducido por ella. Guiada por Pedro Coudrin, había hecho suyo el “celo por la obra de Dios” que él irradiaba y en obediencia a ese celo aceptó a fines de 1796 hacer de superiora de ese grupo que las demás llamaron “Las Solitarias”.
Por aquella época, Pedro Coudrin quedó un poco más libre de responsabilidades pastorales y esa inesperada situación fue interpretada por él como un signo providencial de que debía dar los primeros pasos para realizar su sueño de La Motte. Tuvo lugar una conversación entre él y Enriqueta, la superiora de las Solitarias, que ciertamente no fue la primera en que se habló de la construcción de una Comunidad religiosa. Para lograrlo determinaron comprar una casa que no dependiera de la Sociedad del Sagrado Corazón.
La compra de una casa exigía dinero, y ni el Fundador, que era pobre, ni la señorita Aymer que era rica pero tenía su fortuna en propiedades, disponían de la cantidad necesaria. Enriqueta entonces decidió vender todo el patrimonio heredado de su padre, para comprarla.
Al fin se había encontrado una casa que gustó a todos por su ubicación tranquila, en la calle Des Hautes Treilles, frente a la casa de la señorita Aymer.
El 25 de agosto las Solitarias tomaran un hábito gris bajos los vestidos seculares y pronunciaron sus primeras resoluciones: “Yo me consagro hoy día en forma especial a los Sagrados Corazones de Jesús y de María; tomo la resolución de vivir durante un año en la obediencia, en castidad y pobreza, deseando aplacar la cólera de Dios por mí fidelidad en observar estos medios de perfección…”. Como dice Gabriel de la Barre: “ése germen… en-cerraba todo lo que se ha desarrollado después”.
El 29 de septiembre siguiente las Solitarias ocuparon su nueva casa. Poco después el resto de la Sociedad las siguió, pero ahora la situación había cambiado: las dueñas de la casa eran las Solitarias. Se dio a esta nueva residencia el nombre de “Grand’ Maison”, que conserva hasta hoy.
A comienzos de 1800 el Fundador encargó a la Madre Aymer, acompañada por Bernardo de Villemort, la redacción de un esbozo de constituciones para ambas ramas. Bernardo había sido el primer novicio y en ese momento se puso al trabajo con entusiasmo, aunque quedó sin terminar porque los acontecimientos se precipitaron.
Las autoridades diocesanas no exigieron Constituciones para dar la aprobación provisional. El 17 de junio se concedió una aprobación secreta, pero escrita. En ella se dice: “Esta Asociación es demasiado apta para hacer amar el Evan¬gelio de Jesucristo, con los preceptos y consejos que encierra, para que no la aprobemos con todo nuestro pensamiento y corazón…”. Ese mismo día, la autoridad diocesana nombraba al P. Coudrin como Superior religioso de la nueva Comunidad.
El 14 de octubre del mismo año, la curia diocesana de Poitiers aprobaba la fórmula de los votos y nombraba a Enriqueta Aymer superiora de por vida. El 20 siguiente, las primeras religiosas hicieron junto a la Fundadora sus primeros votos públicos en el oratorio, escogiendo para ello el aniversario de la salida del P. Coudrin de La Motte y de su entrega a Dios al pie de una encina en 1792, ocho años antes.
El P. Coudrin hizo sus votos “como celador del amor de los Sagrados Corazones” en la Nochebuena de ese año 1800. En la misma ceremonia, la Madre Enriqueta hizo también sus tres votos religiosos, probablemente con una fórmula paralela a la del Fundador.
La visión del Buen Padre en el granero de la Motte (… un grupo de misioneros,…. una sociedad de mujeres,……. para extender el Evangelio por todas partes…”) se había convertido en realidad. Es la fecha del nacimiento de la Congregación.
San Damián de Molokai
José de Veuster – San. Damián – nace en Tremelo, en Bélgica, el 3 de enero de 1840, de una familia numerosa de agricultores-comerciantes. Su hermano mayor había entrado en la Congregación de los Sagrados Corazones (llamada de Picpus a causa del nombre de la calle
‘Picpus’ en París, allí se encontraba la casa general). Cuando su padre le predestina para que un día esté al trente de la explotación familiar, José decide a hacerse religioso y comienza, a principios de 1859, su noviciado en Lovaina, en el convento de su hermano. Allí toma el nombre de Damián.
En 1863, su hermano, debía partir a la misión de las Islas Hawaii, pero cae enfermo. Ya estaban listos todos los preparativos para el viaje. Damián obtiene del Superior General el permiso de sustituir a su hermano. Desembarca en Honolulu el 19 de marzo de 1864 y allí mismo recibe el sacerdocio el 21 de mayo. Sin demora, se entrega en cuerpo y alma a la vida áspera de misionero en favor de los indígenas de Hawaii, la isla más grande del archipiélago.
En aquellos días, para frenar la propagación de la lepra, el gobierno hawaiiano decide la deportación a Molokai – una isla cercana – de todos y todas cuantos estuviesen atacados por la enfermedad, en aquel entonces incurable. Su desdichada suerte preocupaba a toda la misión católica. El obispo Mons. Maigret habla de ella con sus sacerdotes. No quiere obligar a nadie ir allí en nombre de la obediencia, sabiendo que semejante orden es una condena a muerte. Se ofrecen cuatro misioneros: irán por turno a visitar y asistir a los leprosos desgraciados en su desamparo. Damián es el primero en partir: era el 10 de mayo de 1873. A petición personal y de los mismos leprosos, se queda definitivamente en Molokai.
Damián trae esperanza al infierno de la desesperación. Fue el consolador y animador de los leprosos, su pastor, médico de sus almas y de sus cuerpos, sin discriminación de raza o religión. Dio voz a los sin voz. Construyó una comunidad donde el gozo de estar juntos y la apertura al amor de Dios proporcionaba a sus miembros nuevas razones de vida.
Después de contraer la enfermedad – en 1885 -, pudo identificarse completamente con ellos: “Nosotros los leprosos”. San Damián fue ante todo un testimonio del amor de Dios por los hombres. Sacaba fuerzas de la Eucaristía, de la presencia de Dios” Al pie del altar podemos encontrar la fuerza necesaria en nuestra soledad…”. Allí encontraba para él mismo y para los demás apoyo y estímulo, consuelo y esperanza que comunicaba a los leprosos con fe inquebrantable. Por eso pudo sentirse “el misionero más feliz del mundo”. Murió el 15 de Abril de 1889. Sus despojos mortales fueron trasladados en 1936 a Bélgica y enterrados en la cripta de la iglesia de la Congregación de los Sagrados Corazones (Picpus) en Lovaina. Su fama se extendió a través del mundo entero. En 1938 se introdujo el primer proceso de beatificación en Malinas (Bélgica). El Papa Pablo VI firmó el 7 de julio de 1977 el Decreto sobre “La heroicidad de sus virtudes”.
Al beatificar al P. Damián el 4 de junio de 1995 la Iglesia lo propone como ejemplo a todos los que encuentran en el Evangelio el sentido de sus vidas y que desean llevar la Buena Noticia a los más pobres de nuestros tiempos.
El 11 de octubre de 2009 el Beato Damián fue canonizado por el Papa Benedicto XVI en Roma.
Eustaquio Van Lieshout
Nacido en Aarle-Rixtel (Países Bajos), en la diócesis de Hertogenbosch, el 3 de noviembre de 1890, fue bautizado el mismo día. En el bautismo le fue impuesto el nombre de Humberto. Era el octavo de once hermanos de una familia acomodada de campesinos y muy
católica, donde reinaba un ambiente de serenidad y trabajo, así como de mucha solidaridad entre los hermanos. Pronto sintió la llamada al sacerdocio. Habiendo leído la biografía del P. Damián de Veuster, decidió entrar en la Congregación de los Sagrados Corazones. Entró en 1905 en la Escuela Apostólica que la Congregación tenía en Grave. Terminados los estudios secundarios, el 23 de setiembre de 1913, fue admitido al noviciado, que en aquel tiempo se encontraba en Tremeloo en Bélgica. Tomó el nombre de Eustaquio, con el que se le ha conocido desde entonces, haciendo su profesión temporal el 27 de enero de 1915 en Grave (Países Bajos) y la profesión perpetua el 18 de marzo de 1918 en Ginneken (Países Bajos). Fue ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1919. El P.Eustaquio había deseado ser misionero y ese deseo se vio cumplido cuando se erigió la Provincia de los Países Bajos y el nuevo Provincial, P.Norber Poelman buscó una misión en América Latina para la provincia naciente. En principio no fue claro el destino hasta que se terminó en Brasil. El 2 de marzo de 1926, el P.Eustaquio fue nombrado párroco de Agua Suja. Era una parroquia donde la gente se dedicaba fundamentalmente a la búsqueda del oro en las orillas del río Bagagem. Dada la incertidumbre de los resultados de aquellos trabajos, la situación económica y social era difícil. El P. Eustaquio se dedicó plenamente a sus parroquianos y buscó cuidarlos tanto física como espiritualmente. Especial dedicación prestó siempre a los pobres y a los enfermos, produciéndose ya entonces algunas curaciones por su medio. El 15 de febrero de 1935 tomó posesión de la parroquia de Nuestra Señora de Lourdes de Poá, en la región metropolitana de Sâo Paulo. El P.Eustaquio se dedicará de nuevo con gran celo a la visita de las familias, a los enfermos, a los pobres, a los niños, a la organización parroquial. A partir de 1937, sobre todo, el apostolado del P. Eustaquio va a asumir una connotación bastante particular: el don de curación por intercesión de S.José. Especialmente orientada esta actividad a fortalecer la fe del pueblo y a liberarla de la tendencia a la superstición. Es entonces cuando la fama del P.Eustaquio comenzó a extenderse por el país y de todos lados comenzaron a llegar personas que querían verle y obtener por su medio el favor de la curación. La afluencia de la gente era cada vez mayor, llegando a pasar por Poá unas diez mil personas al día. Dada las limitaciones de aquella parroquia para admitir tanta gente, la autoridad civil comenzó a intervenir y posteriormente los superiores se vieron obligados a trasladar al P. Eustaquio. Una vez recibida la orden de sus superiores el P. Eustaquio actuó prontamente y salió de Poá el 13 de mayo de 1941. Los dos últimos años de su vida constituyeron una verdadera peregrinación. En todos sitios a los que llegaba, incluso tratándose de esconder de la gente, había personas que lo buscaban para pedirle ayuda, consuelo y curación. En Río de Janeiro se detuvo unos quince días y también allí hubo grandes concentraciones de personas que le buscaban. Del 13 de octubre de 1941 al 14 de febrero de 1942, fue enviado a Patrocinio lugar que distaba tanto de Sâo Paolo como de Río de Janeiro. En cualquier caso también allí produjo la admiración de la gente y no pasaba un día sin que hubiera personas que por su medio experimentaran la conversión. Luego fue trasladado a Ibiá, en Minas Gerais, como párroco una vez más, ya que parecía que la situación se había calmado. Después de tres meses en los que el P.Eustaquio pudo ejercer serenamente su actividad parroquial, los superiores creyeron conveniente trasferirlo como párroco a Belo Horizonte a la parroquia dedicada a los Sagrados Corazones, parroquia periférica, constituida por gente pobre. Especialmente se ocupaba de las confesiones de los enfermos. Ante las peticiones de otras parroquias, acudía con presteza y escuchaba muchas confesiones. Ciertamente todos le consideraban un verdadero misionero y un santo. Atendiendo el 20 de agosto a un enfermo de tifus exantemático, él mismo P. Eustaquio contrajo la enfermedad. En principio fue diagnosticada una pulmonía, pero después se constató que se trataba de aquella otra grave enfermedad que por entonces era incurable. Consciente de la proximidad de su muerte y habiendo pronosticado él mismo que se produciría en pocos días, se preparó al acontecimiento con la oración y la recepción de los sacramentos. Los testimonios son claros al afirmar la gran fortaleza con la que enfrentó aquella situación hasta el final. Sus últimas palabras dirigidas al P. Gil, fueron : “¡Padre Gil! ¡ Deo Gratias! y diciendo esto expiró. Impresionante fue la concentración de fieles que querían visitar el cadáver del P. Eustaquio. Desde que fue expuesto su cuerpo en el templo parroquial hasta que fue enterrado el día 31 de agosto, tanto de día como de noche, una multitud de personas desfiló por aquella iglesia para rendir su último homenaje a aquel que ya en vida y hasta ahora ha sido considerado como el santo que curó y dio paz a tantos enfermos y tantos necesitados. Eustaquio, amante de la Eucaristía, fue reconocido como beato el 16 de junio de 2006, durante la celebración del Corpus Christi.